jueves, 26 de septiembre de 2019

'Iluminada', de Mary Karr

Después de sus muy tormentosas memorias de infancia y juventud —sus padres bebían mucho, su madre se casó siete veces, de niña fue violada en dos ocasiones…—, la norteamericana Mary Karr (1955-) publicó Iluminada para contar los años posteriores de su vida, no menos tortuosos. Es un relato cuyos dos primeros tercios pueden resultar deprimentes pero cuyo tramo final acaba siendo luminoso y emocionante. En la nota introductoria la escritora indica que narrará hechos verídicos de su vida tal como los recuerda, por más que haya cambiado algunas circunstancias y nombres de personas, y en las primeras páginas indica que hablará de cómo empezó a emborracharse y de lo imposible que llegó a resultarle no beber. Ahí no anuncia, sin embargo, como sí figura en todas las noticias y entrevistas acerca del libro, que su relato termina con una inesperada conversión al catolicismo: «si me llegan a decir (…) que acabaría susurrando mis pecados en un confesonario o rezando el rosario de rodillas, me habría meado de risa. ¿Pasatiempos menos improbables? Bailarina de striptease. Espía internacional. Mula. Asesino a sueldo».

Después de contar episodios de juventud con bebidas, drogas y demás, conoce a un joven poeta, de una familia rica, de quien primero se hace novia y luego se casa. Después llegan el embarazo y nacimiento de su hijo, época en la que deja de beber. Pero pronto tiene una fuerte recaída en el alcoholismo, digamos que favorecida por los problemas de compaginar trabajo, maternidad y matrimonio. En grupos de ayuda para alcohólicos hace amistad con algunas mujeres que serán su apoyo en el futuro. Tiene un accidente de tráfico y ha de ingresar en un hospital. Con motivo de pensamientos suicidas es internada en un psiquiátrico. Acepta un trabajo como profesora en la universidad de Siracusa y allí se traslada con su marido, pero enseguida deciden romper amistosamente. Comienza a rezar a su modo y hace amistades decisivas, para dejar de beber y para acercarse a la fe católica, como el escritor Tobias Wolff, que había sido su profesor, y cuya agente literaria será más adelante la suya también, y el padre Kane, el párroco católico. Se publican sus primeras memorias en 1995, libro que tiene un éxito abrumador, e ingresa en la Iglesia católica.

En la enumeración anterior no se indica lo más importante: como queda claro en el relato, y cómo contó en sus otros libros, la autora tuvo problemas muy graves en su infancia y juventud, personales y familiares, y los años posteriores continuó la «carnicería psicológica» con su madre. En el libro revive momentos del pasado con motivo de la muerte de su padre y de las muchas extravagancias de su madre, con la que tiene feroces discusiones; en una le recuerda que no fue su padre quien una vez «se plantó delante de mí blandiendo un cuchillo de carnicero», e indica que «una parte de mí sabe que resulta patético que no intentar asesinarme sea lo único que mi padre tuvo que hacer para ganar el premio al mejor progenitor»; mi madre, continúa, «no se viene abajo en operísticos sollozos, como había sido su costumbre en el pasado», pero aún así «me desahogo, dando vueltas por la estancia, vociferando como un predicador pentecostal». En fin, al final de su relato hará notar al lector que cuando te han hecho mucho daño de niño, o de no tan niño, «tu lado herido y derrotado puede aflorar en cualquier momento».

La narración está muy bien construida. Por un lado, tanto los recuerdos como los olvidos están elegidos, más allá de que haya etapas de la vida de Karr en las que, dice, su memoria tiene «más lagunas que las cintas de Nixon»; en otro momento advierte al lector que «hace décadas me entrené para desconfiar de las percepciones de aquella muchacha» pues no en vano muchas veces «iba ciega perdida»; de ahí también, dirá la escritora en una entrevista, que nunca ponga comillas a lo que dice nadie. Por otro, el tono narrativo es crudo pero está impregnado de un humor desgarrado y autoirónico que gana la simpatía del lector, y no hay autoindulgencia ni disimulo al presentar sus propias reacciones violentas: en una reunión un tipo corrige la pronunciación de otro asistente y la narradora escribe «petimetre pretencioso, pienso. Así te pegasen un tiro»; al final, después de su conversión, dirá que «cuando un tipejo hace sonar el claxon o se interpone en mi camino (…) mi mano ya no saca el dedo corazón automáticamente; un cambio pequeño, tal vez, pero de gran calado para mí».

Un aspecto notable del relato son las consideraciones que hace, al paso, acerca de algunos aspectos de la vida matrimonial. Por ejemplo, cuenta una ocasión en la que opta por algo que le incomoda como con la mente de anotarse «otro punto positivo en mi columna en este juego de tragar mierda en el que he convertido mi matrimonio. Quien se trague el bocadillo de mierda más grande, gana». Otra vez afirma: «Si le mientes a tu marido —incluso en algo tan banal como la cantidad de alcohol que consumes—, cada embuste es un ladrillo en un muro que va levantándose entre vosotros, y cuando él dice que te quiere, el muro desvía las palabras». En otro momento, cuando le dice a su marido que es un maniático y él le responde un «eso ya lo sabías cuando te casaste conmigo», la narradora concluye: «la justa protesta del hombre casado a nivel mundial, pues es un cliché que todas las mujeres firman pensando que su marido cambiará, y todos los maridos firman pensando que su mujer no; los dos se equivocan de pleno». En favor de la narradora se ha de decir que intenta ser objetiva y evitar cualquier resentimiento: no es que las quejas contra mi marido no tengan fundamento, dice, sino que ella continuamente alimenta sus rencores «como si fueran niños expósitos».

Pero lo que alza la historia muy arriba es el proceso de abandonar el alcoholismo y de acercarse a Dios. Cuando quienes intentan ayudarla a dejar la bebida le dicen que tiene que recurrir a la oración, a cualquier clase de oración, se resiste porque le repele profundamente «cualquier tipo de conversación sobre sandeces espirituales». Un día, sin embargo, enumera los motivos pequeños que tiene para estar agradecida y entonces, «por primera vez en una semana, más o menos, no me apetece nada beber»: «un ateo diría que se trata de autohipnosis; un creyente lo atribuiría a la presencia de Dios. Vamos a dejarlo en tablas y reconozcamos que el proceso de hacer una lista con mi buena fortuna detuvo el miedo cerval, y al renunciar a él, una plataforma sólida se deslizó bajo mis pies». Le parece ridículo ponerse de rodillas, como le aconsejan, porque no cree en Dios y porque además, pregunta, «¿qué clase de Dios quiere que me arrodille y suplique como una sierva?»; a lo que una de las presentes le responde: «¡Pues no lo hagas por Dios! Tienes que hacerlo por ti. Todo es por ti: las oraciones, la meditación y el voluntariado. Yo también lo hago por mí. No soy tan bondadosa»; ponerte de rodillas, continúa su interlocutora, «te da tu verdadera medida. Lo haces para enseñarte algo a ti misma. Cuando la enfermedad se apodera de mi, me dice que mi sufrimiento es especial o único, pero en realidad es como el de todo el mundo. Me arrodillo para poner mi cuerpo en ese lugar, porque de lo contrario mi cuerpo no lo capta».

En varios momentos del relato, cuando está en situaciones críticas en las que teme recaer, se encierra en el váter y allí reza desesperadamente «por favor, no me dejes acercarme al alcohol. Sé que no lo he pedido con mucho ahínco hasta ahora, pero lo necesito, de verdad. Por favor, por favor, por favor. Hago amago de levantarme, pero me arrodillo de nuevo. Y no permitas que me sienta tan gilipollas». En otra ocasión experimenta la necesidad de ponerse de rodillas y como le resulta obsceno hacerlo en público lo hace en el baño: «Gracias, quien coño seas, por mantenerme sobria»; y la narración continúa: «Y entonces lo veo. Estoy arrodillada en un retrete. El trono, como lo llaman los borrachos. Cuántas noches de borrachera y mañanas de resaca he adorado este altar, vaciándome de veneno. Y sin embargo, antes, rezarle a algo que está por encima de mí, algo invisible, me había parecido degradante». Comienza entonces a reírse de sí misma como una loca y se calla porque teme que alguien entre y piense que se le ha «ido la pinza». Da un nuevo paso para creer en Dios cuando el escritor Tobias Wolff le dice que actúa como quien no cree en Bob Dylan porque solamente ha oído los cedés y nunca lo ha visto en un concierto. Y otro más cuando el padre Kane despeja sus reticencias sobre Jesucristo explicándole algunas escenas del Evangelio que no comprende. También le convencen las actividades de voluntariado y activismo social que algunas personas de la parroquia emprenden.

No es raro que un libro como este haya sido tan aplaudido. En primer lugar, debido a su categoría literaria, nada común. En segundo lugar, por lo que tiene de testimonio inclemente de una época y unos ambientes determinados. Luego, porque respira sinceridad el modo en que la autora habla de su creciente trato con Dios y cómo enfoca su acercamiento al catolicismo; esto es más convincente todavía porque su tono está lo más alejado que uno pueda imaginarse de cualquier blandenguería y porque la historia de tantos sufrimientos pasados parece que da más legitimidad a lo que narra. De todos modos, también es claro que su popularidad no sería la misma si no fuera una católica de las que gusta tanto a medios como The New York Times: ella misma se define como una católica de cafetería —favorable al aborto y a la ordenación de mujeres, entre otras cuestiones controvertidas…—, y como una feminista combativa de las que tiene mucho que reprochar a los hombres (y sin duda tiene motivos si nos basamos en las tristes experiencias que ella y otras personas de sus mismos ambientes han tenido, aunque haya que decir en su favor que, por su parte, tampoco elude sus propias responsabilidades).

Mary Karr. Iluminada (Lit, 2009). Madrid: Periférica y Errata Naturae, 2019; 581 pp.; trad. de Regina López Muñoz; ISBN: 978-84-16291-78-6 (Periférica), 978-84-16544-98-1 (Errata Naturae).