miércoles, 27 de mayo de 2020

'Los bienes de este mundo', de Irene Némirovsky

Los bienes de este mundo, de Irene Némirovsky, es una buena novela, de las que conmueven y hacen pensar, ya desde su excelente título. Se publicó en 1941 por entregas, poco antes de la muerte de la autora, y vio la luz como libro en 1947.

Saint-Elme, ciudad del norte de Francia, en 1914. Pierre Hardelot está a punto de casarse con Simone, una rica heredera que su abuelo, propietario de una potente industria papelera, ha elegido para él. Pero Pierre precipita los acontecimientos y se compromete con Agnès, una amiga de la infancia, de familia modesta, lo que le gana la enemistad permanente de su abuelo. Estalla la primera Guerra Mundial y Pierre se ha de incoporar a filas. También Simone se casa con Roland Burgères, un soldado a quien conoció durante los años de guerra. Después, a buen ritmo, en capítulos cortos, se cuenta la vida de las dos familias y los sucesos que marcan el crecimiento de los hijos, Pierre y Colette Hardelot y Rose Burgères, hasta el año 1941, cuando ha estallado la segunda Guerra Mundial y los alemanes han entrado ya en Francia.

El marco social se pinta con pocas pero suficientes líneas. Los personajes resultan cercanos pues el narrador logra retratarles bien y transmitir con fuerza sus emociones. El tramo final tiene la fuerza propia de una narración testimonial que presenta de forma vívida las reacciones de la población ante los acontecimientos de los años 40 y 41 y el progresivo desmoronamiento del orden social.

Irene Némirovskiy. Los bienes de este mundo (Les Biens de ce monde, 1941-1947). Barcelona: Salamandra, 2014; 221 pp.; col. Narrativa; trad. de José Antonio Soriano Marco; ISBN: 978-84-9838-575-5.

jueves, 21 de mayo de 2020

'Desierto sonoro', de Valeria Luiselli

Desierto sonoro, de la mexicana Valeria Luiselli, es un libro con bastante de autoficción, aunque a la escritora no le gusta el término, por lo que habla de su vida familiar y del trabajo que compartió con quien fue su marido, el también escritor mexicano Alvaro Enrigue; con bastante de crónica periodística sobre, y de protesta contra, las políticas estadounidenses para frenar la inmigración.

Una pareja formada por dos documentalistas de sonido, a los que no se da nombre, viaja de Nueva York a Arizona con distintos objetivos. El del marido es acudir a los lugares donde los últimos apaches se rindieron —esto se corresponde con el libro Ahora me rindo y eso es todo—. El de ella, que es la narradora de la primera parte de la novela, documentar la situación de los niños migrantes que intentan atravesar la frontera entre México y los Estados Unidos. A la vez, la autora reflexiona sobre el casi seguro final de su actual vida matrimonial y familiar: sus intereses y los de su marido divergen y todo parece indicar que, al terminar el viaje, se separarán.

La novela empieza contando, de modo muy reflexivo, los pormenores del viaje: las paradas que hacen, las conversaciones que tienen en el coche, incidentes de vida pasada de los hijos —el mayor, de diez años, es hijo de su marido; la pequeña, de cinco, es hija de la narradora—, las formas que tienen de sobrellevar el trayecto y las canciones y los audiolibros que ponen —en especial, El señor de las moscas, de William Golding—. Se van contando cosas de las investigaciones respectivas y las reflexiones apuntan paralelismos entre ambas. A la vez, durante esa primera parte del libro, a veces leen en el coche las primeras «Elegías para los niños perdidos», relatos que cabría calificar de poéticos y periodísticos, que más adelante compondrán una sección propia, en los que la escritora utiliza y menciona obras literarias de distinto tipo. Y otra sección, que dará término al viaje, tendrá como narrador al niño.

Estas dos últimas secciones llegan cuando la narradora cambia de perspectiva y comprende que no ha de contar las muchas situaciones por las que pasan los niños migrantes, ni las de los niños que finalmente llegan a su destino, ni las de los niños en las cortes migratorias, sino las «de los niños que no llegan, aquellos cuyas voces han dejado de oírse porque están, tal vez irremediablemente, perdidas». Y dice que, «ahora me doy cuenta, quizá demasiado tarde, de que los juegos y representaciones de mis hijos en el asiento de atrás tal vez sean la única manera de contar realmente la historia de los niños perdidos, una historia sobre los niños que desaparecieron en su viaje hacia el norte. Tal vez sus voces sean la única forma de registrar las huellas sonoras, los ecos que los niños perdidos han dejado a su paso».

En lo que se refiere a los contenidos, me ha parecido brillante la primera parte pues en ella se transmiten bien el contenido y el propósito de la novela. Pienso que las demás partes, por más que tengan calidad, y revelen ambición y dominio, dificultan las cosas a muchos lectores. En particular no resulta creíble la voz narrativa del niño en la última parte de la novela (tal vez por contraste con la solidez de la primera narradora). Me ha parecido innecesaria, por más que tenga su lógica, la sofisticación constructiva: cada uno de los capítulos del libro se corresponde con cada una de las cajas del equipaje de la familia: las primeras del marido, una de la narradora, cada una con libros y documentos de su investigación propia, otra con fotos de una Polaroid que va haciendo el niño y que tienen algo también de documentación del viaje.

Una aspecto interesante de la narración la forman las reflexiones de la narradora sobre su trabajo y el de su marido acerca de cómo documentar las cosas: cómo «las fotografías crean sus propios recuerdos y suplantan el pasado»; cómo en las fotografías normalmente «los adultos posan para la eternidad. Los niños para el instante»; cómo a veces no comprendemos lo que nos pasa porque nos atoramos «en nuestras narrativas personales (…) intentando construir una historia demasiado enredada en las hebras del detalle»… En esa dirección apunta la conclusión con la que la narradora da paso a las otras partes de la novela: «Los niños obligan a los padres a buscar un pulso específico, una mirada, un ritmo, la manera correcta de contar una historia, a sabiendas de que las historias no arreglan nada ni salvan a nadie, pero quizás hacen del mundo un lugar más complejo y a la vez más tolerable. Y a veces, sólo a veces, más hermoso. Las historias son un modo de sustraer el futuro del pasado, la única forma de encontrar la claridad en retrospectiva».

Otra parte valiosa tiene que ver con el autocuestionamiento de su trabajo que hace la narradora. Hay un momento en el que escribe lo siguiente: «Preocupación política: ¿Cómo puede un documental radiofónico contribuir a que más menores indocumentados obtengan asilo? Problema estético: Por otro lado, ¿por qué una pieza sonora, o cualquier otro modo de contar historias, para el caso, tendría que ser un medio para alcanzar un fin? Ya debería saber, a estas alturas, que el instrumentalismo, aplicado al arte, sólo garantiza pésimos resultados: material ligero y didáctico, novelas moralistas para jóvenes adultos, arte aburrido en general. Duda profesional: Al mismo tiempo, ¿no sucede a menudo que aquello del arte por el arte es sólo un ridículo despliegue de arrogancia y onanismo intelectual? Preocupación ética: ¿Y por qué se me ocurre siquiera que puede o que debo hacer arte a partir del sufrimiento ajeno? Preocupación pragmática: ¿No debería más bien limitarme a documentar, sin más como la periodista seria que era cuando empecé a trabajar en radio y producción sonora?». Y la reflexión continúa durante la página que sigue.

Luego, hay muchas observaciones incidentales que resultan luminosas. Por ejemplo, cuando la narradora toma entre sus manos un libro subrayado por ella misma y entonces comenta cómo esos subrayados nacieron cuando «experimentaba cada tanto uno de esos éxtasis repentinos, sutiles y tal vez microquímicos —pequeñas luces centelleando en lo más hondo del tejido cerebral— que ocurren cuando encontramos finalmente las palabras para expresar un sentimiento muy simple que, sin embargo, había permanecido innombrable hasta ese momento. Cuando las palabras de alguien más entran en la conciencia de ese modo, se convierten en pequeñas marcas de luz conceptuales. No es que sean necesariamente iluminadoras. Un cerillo encendido de pronto en un pasillo oscuro, la brasa de un cigarro cuando se fuma en la cama a media noche, los rescoldos en una chimenea que se apaga: ninguna de esas cosas tiene luz suficiente como para revelar nada. Pero a veces una luz, por chica y tenue que sea, puede evidenciar la oscuridad, ese espacio desconocido que rodea, y la ignorancia sin bordes que envuelve todo aquello que creemos saber. Y esa admisión y aceptación de la oscuridad es más valiosa que todo el conocimiento factual que podamos acumular».

Por último, el libro se podría poner en continuidad con El guardián entre el centeno: si esta novela se centra en que Holden se da cuenta del desamparo de su hermana pequeña, y en cuánto desearía protegerla del futuro que le espera, Desierto sonoro habla también de que los adultos no somos capaces de proteger a los niños como deberíamos hacerlo. Esto se aplica tanto a los niños migrantes que acaban lejos de sus padres y que incluso desaparecen, como a los propios niños del matrimonio protagonista de la novela. La narradora (como la escritora en entrevistas), que recuerda cuánto le dolió la desaparición de su propia madre cuando tenía diez años y cómo no supo perdonarla durante años, aunque más tarde sí comprendió sus motivos y lo hizo, se plantea en términos parecidos la relación con sus hijos: «Espero que también mis hijos me perdonen, nos perdonen, algún día, por todas nuestras decisiones».

Valeria Luiselli. Desierto sonoro (Lost children archives, 2019). Madrid: Sexto Piso, 2019; 458 pp.; trad. de Daniel Saldaña París y Valeria Luiselli; ISBN: 978-84-17517-51-9.

jueves, 14 de mayo de 2020

'Almas muertas', de Nicolai Gógol

Hace tiempo empecé a leer Almas muertas, la gran novela satírica que, lamentablemente, Nikolai Gógol dejó inacabada. Años después volví a ella y no entendí por qué no la terminé en su momento pues es muy amena: lo es el hilo argumental en sí mismo, los son todos los episodios que se cuentan, y lo son también las justificaciones, comentarios y digresiones de todo tipo que va colocando el narrador a tiempo y a destiempo.

Un antiguo funcionario llamado Chichikov hace un plan para comprar «almas muertas», siervos fallecidos que todavía figuran en el censo como vivos, pues si se presenta como propietario de unos cuantos cientos de siervos antes del próximo censo puede conseguir más tierras de las que facilita el Estado. La novela comienza cuando, con ese objetivo, que ni para el lector ni para sus interlocutores es claro todavía, va visitando a varios terratenientes proponiéndoles, con mucho cuidado, que le cedan o le vendan a bajo precio a los siervos que se han muerto desde el último censo, pues les explica que así no tendrán que pagar por ellos. Según avanza el relato los rumores crecen en todas direcciones: nadie sabía «si se trataba de un hombre al que se tenía que detener y encarcelar por sospechoso, o si se trataba de un hombre que podía él mismo detenerles y encarcelarles a todos por sospechosos».

Por lo que se sabe, Gogól se dejó llevar espontáneamente por la narración y, sólo cuando dio su libro a Pushkin y este le hizo un comentario sobre lo triste que era la vida en Rusia, se dio verdadera cuenta del alcance crítico de su obra. Porque, aunque su héroe sea Chichikov —y poco a poco se va desvelando su pasado y cómo llegó a pensar y poner en práctica su plan—, lo que acaba importando de la historia es la presentación realista y caricaturesca que se hace de la vida rusa por medio de los episodios que se suceden, muchos muy cómicos, en los que van apareciendo terratenientes, funcionarios, campesinos, criados, etc. La sensación que va quedando en el lector es que tal vez las almas verdaderamente muertas no son las de los siervos fallecidos sino las de muchos vivos.

El narrador sabe bien que su héroe no es virtuoso y da un motivo literario para eso: «Hasta podemos decir por qué razón no hemos querido hacerlo así. Porque comienza ya a ser hora de dejar descansar al hombre virtuoso, porque las palabras “hombre virtuoso”, sin cesar en los labios de todos, nada significan; porque el ser virtuoso ha sido transformado en un caballo en el que no existe escritor que no haya montado, arreándolo con la fusta y con todo cuanto halla a mano; porque se ha hecho sudar al hombre virtuoso hasta tal punto que en él no queda ya ni una pizca de virtud, el cuerpo ha desaparecido y no conserva más que las costillas y el pellejo; porque con toda hipocresía invocan al ser virtuoso; porque al ser virtuoso ya no se le respeta. No, hora es de que también el miserable sea uncido al yugo».

Sabe también que su héroe «no abunda en virtudes y perfecciones, eso de sobras se ve. Pero entonces, —se pregunta— ¿qué es? ¿Un canalla? ¿Por qué un canalla? ¿Por qué ser tan severos con nuestros semejantes? En nuestro país no hay actualmente canallas, hay gentes bien intencionadas y agradables; los que, para vergüenza suya, merecerían que se les abofeteara en público, no serán más de dos o tres, y aun éstos hablan ya de la virtud. Al hombre de esta clase sería más justo llamarle dueño de su casa, espíritu aficionado a las adquisiciones. Las ansias de adquirir son las culpables de todo; son las culpables de que se realicen los negocios a los que se da el nombre de “no muy limpios”». Y entre esas gentes bien intencionadas y agradables con grandes ansias de tener, viene a preguntarse el narrador, ¿no estará también el lector? «¿Quién de entre vosotros, impulsado por la humildad cristiana, se ha preguntado en silencio, sin palabras, en los momentos de conversación consigo mismo, profundizando en vuestra propia alma, si tiene algo de Chichikov?»

De los rasgos propios de la novela comento dos. Uno es que son muchas las veces en las que el narrador habla de reacciones y modos de actuar que describe como propiamente rusos... Nos dice que «en los momentos de gran importancia, [los rusos] resuelven sin entrar en consideraciones»; que sólo en Rusia puede suceder que uno se vuelve a encontrar «con los mismos que le habían zurrado a base de bien» y reunirse con ellos como si nada; que en Rusia «todo el mundo muestra más tendencia a expansionarse que a comprimirse»; que al ruso «le hace falta un acicate, de lo contrario, la pereza hace presa en él y se convierte en un ser inútil»; que «el ruso, incluso el peor de ellos, tiene el sentimiento de lo que es justo», etc.

Otro es que son muchas las excelentes descripciones. Por ejemplo, esta de los «adornos que cualquiera halla en los pequeños mesones de madera que tan frecuentes son en los caminos, a saber: el samovar cubierto de escarcha, los muros de pino perfectamente cepillados, el armario adosado a un rincón con sus tazas y teteras, los huevos de porcelana sobredorada frente a los iconos, suspendido de cintas azules y rojas, la gata que ha parido recientemente, el espejo que refleja a uno no con dos ojos, sino con cuatro, y una especie de torta en lugar de cara; los ramos de hierbas aromáticas y de claveles secos, por último, a los dos lados de las imágenes, unas hierbas y unos claveles secos hasta tal punto que quien se aproxima a ellos para olerlos tiene que estornudar por fuerza».

Nikolai Gógol. Almas muertas (Miórtvyie dushi, 1842). Madrid: Alianza, 2015; 544 pp.; col. 13/20; trad. y notas de Augusto Vidal; ISBN: 978-8491040941. Nueva edición en Madrid: Nórdica, 2017; 400 pp.; col. Ilustrados; ilust. de Alberto Gamón; trad. de Marta Rebón; ISBN: 978-8416830138.

jueves, 7 de mayo de 2020

'El nervio óptico' y 'La luz negra', de María Gaínza

El nervio óptico, de María Gaínza, un libro que cabe llamar de autoficción, es el debut literario como escritora de una conocida crítica de arte argentina. En él presenta once escenas de su vida personal y familiar entreveradas con información y comentarios de pintores y cuadros. Lo que caracteriza el libro, y lo que gana la simpatía y el interés del lector desde el primer párrafo, es una prosa fluida y autoirónica, llena de momentos divertidos y de comentarios agudos sobre la vida y el arte, de los que tampoco se pretenden concluir muchas cosas: «hay detalles que se pierden en la noche de los tiempos y es mejor así: terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente».

Puede dar idea del tono bromista y del lenguaje repleto de argentinismos de la autora esta descripción de una amiga: «en lo de Amalia no hay objetos de decoración: ella pertenece a La Raza de Los Ligeros, un grupo de gente desperdigada por el mundo que evita el adorno como el resfriado. (...) Amalia no guarda perfumeros con zócalos de plata en el baño, no tiene budas de porcelana en los estantes de la cocina, ni acumula máscaras africanas en las paredes. No sé si su austeridad monacal es genética o lo que un amigo consideraría un coletazo de abajismo: años de entrenamiento en la ética de la renunciación, una disciplina cuyo propósito no es acceder a una clase inferior sino evitar religiosamente cualquier ascenso». (En las gateras)

Algunos ejemplos de las consideraciones sobre arte y sobre pintores que puntúan el relato son estos:

—«Creo que el arte que depende demasiado del subidón de un descubrimiento inexorablemente declina cuando se lo logra dominar por completo. Al confinar la pintura a una sensación visual, Monet tocaba solo la epidermis de las cosas». (En las gateras)

—Las declaraciones grandilocuentes de Rothko ahogarían sus obras, «las convertiría en opacos menhires. (...) Olvidaba que los elementos más poderosos de una obra con frecuencia son sus silencios, y que, como dicen por ahí, el estilo es un medio para insistir sobre algo. Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente». (Una vida en pinturas)

—Cuando Picasso organizó un famoso banquete en honor de Henri Rousseau, todos aplaudieron al genial Aduanero. «Después Picasso, con la crueldad de la que hacen gala los cobardes, dijo que todo había sido un chiste, una blague. El mismo Picasso que después amarrocó Rousseaus como si fueran coca-colas en el desierto y veinte años después, cuando tuvo que pintar su Guernica, se encerró en su taller a estudiar en secreto La guerra de Rousseau, aunque en público jamás lo admitiera. En términos artísticos, las vanguardias tomaron más de Rousseau de lo que Rousseau tomó de ellas: uno hubiera esperado que en algún momento el recién llegado adoptara algunos de los tics de los dueños de casa, pero nada más lejos». (El cerro desde mi ventana)

—«¿No son todas las buenas obras pequeños espejos? ¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta “qué está pasando” en “qué me está pasando”?» (Ser “Rapper”)

El libro, igual que sucederá con el que comentaré a continuación, está repleto de citas de otros autores, una consecuencia, dice la escritora en una entrevista, de la educación que recibió, donde les hacían aprenderse muchas citas de memoria. Por ejemplo, en el texto que dedica a comentar El Greco (Los pitucones) —no sé si el mejor pero sí el que más me ha gustado, junto con el que habla de Rothko— se acuerda de algo que Cyril Connolly decía: «A quien los dioses desean destruir, al principio lo llaman promesa».

Poco tiempo después de El nervio óptico la autora publicó La luz negra, una especie de novela policial cuya narradora cuenta, primero, el aprendizaje de su oficio con Enriqueta Macedo, una importante tasadora de obras de arte que daba de paso a obras falsificadas, y, después, su búsqueda de una elusiva falsificadora de arte mítica llamada la Negra. En realidad, a los entusiastas de lo detectivesco enseguida se les anuncia pronto que tienen entre las manos un relato singular: «No esperen nombres, estadísticas, fechas. Lo sólido se me escapa, solo queda entre mis dedos una atmósfera imprecisa, técnicamente soy una impresionista de la vieja escuela. Además, todos estos años en el mundo del arte me han vuelto un ser desconfiado. Sospecho en especial de los historiadores que con sus datos precisos y notas heladas a pie de página ejercen sobre el lector una coerción siniestra. Le dicen: “Esto fue así.” A esta altura de mi vida yo aprecio las gentilezas, prefiero que me digan: “Supongamos que así sucedió.”»

El relato plantea qué es arte y qué no lo es. Según Enriqueta Macedo «falsas (…) eran las obras de calidad discutible. “¿Una buena falsificación no puede dar tanto placer como un original? ¿En un punto no es lo falso más verdadero que lo auténtico? ¿Y en el fondo no es el mercado el verdadero escándalo?”», le dijo a la narradora la primera vez que charlaron. Ella acepta los argumentos de su jefa y dirá que «en el fondo éramos dos románticas que creíamos que con estas travesuras atentábamos contra las concepciones burguesas, contra la forma de ver el mundo que tiene esa gente: la que compra». Pues, dirá de nuevo después, «cuando un coleccionista compra no está comprando arte, está comprando una confirmación social de su inversión. Paga para estar seguro, y estar seguro es caro».

También describe cómo es alguna crítica de arte, tarea que desempeña la protagonista un tiempo. Lo cuenta así: «Al poco tiempo me di cuenta de que escribir sobre arte es relativamente fácil cuando uno aprende la mecánica. Ves el objeto de arte, traducís esa visión en palabras y le agregás cualquier especulación que considerás apropiada. Si la visión no llega, también se puede escribir sobre la obra usando palabras que no existen dentro de una, palabras ajenas reunidas con destreza. Creo que la gente desprecia a los críticos porque la gente detesta la debilidad y la crítica es el género más bajo en el escalafón de la literatura. Pero justamente por ser el más débil tiene una atractiva impunidad».

Y las relaciones sociales propias de la crítica de arte las describe del siguiente modo: «la misma rutina de siempre, que era como la nada. Ir a muestras de dudosa calidad, tomar vino malo, sonreír, fingir entusiasmo, prometer visitas a talleres que nunca sucederían, repetir qué genial, qué maravilla, los resortes de la charla de arte, volver a casa, tomar un vaso de agua para desintoxicarme, sentarme frente a la computadora, escribir la reseña con fingido interés, una sucesión de expresiones gastadas del tipo “la obra dialoga con el entorno”, “la instalación pone en jaque el espacio-tiempo”, “el video cuestiona de manera radical nuestra percepción”, lenguaje leguleyo, vacío, come caracteres, en fin, algún remate rapsódico y mandar la nota antes de empezar a olvidar lo que se ha visto».

Como se puede apreciar, al final el libro vuelve a tratar de lo mismo que El nervio óptico y en él lo que acaba interesando no es la intriga con la que comienza sino la visión de la narradora y el magnetismo de su lenguaje. Hay sí, a pesar del escepticismo confeso de la narradora, una intención de comprenderse y de comprender: al final de su relato dice que «he notado que una no escribe ni para recordar ni para olvidar, ni para encontrar alivio ni para curarse de una pena. Una escribe para auscultarse, para entender qué tiene dentro. Así, por lo menos, he escrito yo, como si un endoscopio recorriera mi cuerpo».

María Gaínza. El nervio óptico (2017). Madrid: Anagrama, 2017; 160 pp.; col. Narrativas hispánicas; ISBN: 978-8433998446.
María Gaínza. La luz negra (2018). Madrid: Anagrama, 2018; 144 pp.; col. Narrativas hispánicas; ISBN: 978-8433998637.