Una pareja formada por dos documentalistas de sonido, a los que no se da nombre, viaja de Nueva York a Arizona con distintos objetivos. El del marido es acudir a los lugares donde los últimos apaches se rindieron —esto se corresponde con el libro Ahora me rindo y eso es todo—. El de ella, que es la narradora de la primera parte de la novela, documentar la situación de los niños migrantes que intentan atravesar la frontera entre México y los Estados Unidos. A la vez, la autora reflexiona sobre el casi seguro final de su actual vida matrimonial y familiar: sus intereses y los de su marido divergen y todo parece indicar que, al terminar el viaje, se separarán.
La novela empieza contando, de modo muy reflexivo, los pormenores del viaje: las paradas que hacen, las conversaciones que tienen en el coche, incidentes de vida pasada de los hijos —el mayor, de diez años, es hijo de su marido; la pequeña, de cinco, es hija de la narradora—, las formas que tienen de sobrellevar el trayecto y las canciones y los audiolibros que ponen —en especial, El señor de las moscas, de William Golding—. Se van contando cosas de las investigaciones respectivas y las reflexiones apuntan paralelismos entre ambas. A la vez, durante esa primera parte del libro, a veces leen en el coche las primeras «Elegías para los niños perdidos», relatos que cabría calificar de poéticos y periodísticos, que más adelante compondrán una sección propia, en los que la escritora utiliza y menciona obras literarias de distinto tipo. Y otra sección, que dará término al viaje, tendrá como narrador al niño.
Estas dos últimas secciones llegan cuando la narradora cambia de perspectiva y comprende que no ha de contar las muchas situaciones por las que pasan los niños migrantes, ni las de los niños que finalmente llegan a su destino, ni las de los niños en las cortes migratorias, sino las «de los niños que no llegan, aquellos cuyas voces han dejado de oírse porque están, tal vez irremediablemente, perdidas». Y dice que, «ahora me doy cuenta, quizá demasiado tarde, de que los juegos y representaciones de mis hijos en el asiento de atrás tal vez sean la única manera de contar realmente la historia de los niños perdidos, una historia sobre los niños que desaparecieron en su viaje hacia el norte. Tal vez sus voces sean la única forma de registrar las huellas sonoras, los ecos que los niños perdidos han dejado a su paso».
En lo que se refiere a los contenidos, me ha parecido brillante la primera parte pues en ella se transmiten bien el contenido y el propósito de la novela. Pienso que las demás partes, por más que tengan calidad, y revelen ambición y dominio, dificultan las cosas a muchos lectores. En particular no resulta creíble la voz narrativa del niño en la última parte de la novela (tal vez por contraste con la solidez de la primera narradora). Me ha parecido innecesaria, por más que tenga su lógica, la sofisticación constructiva: cada uno de los capítulos del libro se corresponde con cada una de las cajas del equipaje de la familia: las primeras del marido, una de la narradora, cada una con libros y documentos de su investigación propia, otra con fotos de una Polaroid que va haciendo el niño y que tienen algo también de documentación del viaje.
Una aspecto interesante de la narración la forman las reflexiones de la narradora sobre su trabajo y el de su marido acerca de cómo documentar las cosas: cómo «las fotografías crean sus propios recuerdos y suplantan el pasado»; cómo en las fotografías normalmente «los adultos posan para la eternidad. Los niños para el instante»; cómo a veces no comprendemos lo que nos pasa porque nos atoramos «en nuestras narrativas personales (…) intentando construir una historia demasiado enredada en las hebras del detalle»… En esa dirección apunta la conclusión con la que la narradora da paso a las otras partes de la novela: «Los niños obligan a los padres a buscar un pulso específico, una mirada, un ritmo, la manera correcta de contar una historia, a sabiendas de que las historias no arreglan nada ni salvan a nadie, pero quizás hacen del mundo un lugar más complejo y a la vez más tolerable. Y a veces, sólo a veces, más hermoso. Las historias son un modo de sustraer el futuro del pasado, la única forma de encontrar la claridad en retrospectiva».
Otra parte valiosa tiene que ver con el autocuestionamiento de su trabajo que hace la narradora. Hay un momento en el que escribe lo siguiente: «Preocupación política: ¿Cómo puede un documental radiofónico contribuir a que más menores indocumentados obtengan asilo? Problema estético: Por otro lado, ¿por qué una pieza sonora, o cualquier otro modo de contar historias, para el caso, tendría que ser un medio para alcanzar un fin? Ya debería saber, a estas alturas, que el instrumentalismo, aplicado al arte, sólo garantiza pésimos resultados: material ligero y didáctico, novelas moralistas para jóvenes adultos, arte aburrido en general. Duda profesional: Al mismo tiempo, ¿no sucede a menudo que aquello del arte por el arte es sólo un ridículo despliegue de arrogancia y onanismo intelectual? Preocupación ética: ¿Y por qué se me ocurre siquiera que puede o que debo hacer arte a partir del sufrimiento ajeno? Preocupación pragmática: ¿No debería más bien limitarme a documentar, sin más como la periodista seria que era cuando empecé a trabajar en radio y producción sonora?». Y la reflexión continúa durante la página que sigue.
Luego, hay muchas observaciones incidentales que resultan luminosas. Por ejemplo, cuando la narradora toma entre sus manos un libro subrayado por ella misma y entonces comenta cómo esos subrayados nacieron cuando «experimentaba cada tanto uno de esos éxtasis repentinos, sutiles y tal vez microquímicos —pequeñas luces centelleando en lo más hondo del tejido cerebral— que ocurren cuando encontramos finalmente las palabras para expresar un sentimiento muy simple que, sin embargo, había permanecido innombrable hasta ese momento. Cuando las palabras de alguien más entran en la conciencia de ese modo, se convierten en pequeñas marcas de luz conceptuales. No es que sean necesariamente iluminadoras. Un cerillo encendido de pronto en un pasillo oscuro, la brasa de un cigarro cuando se fuma en la cama a media noche, los rescoldos en una chimenea que se apaga: ninguna de esas cosas tiene luz suficiente como para revelar nada. Pero a veces una luz, por chica y tenue que sea, puede evidenciar la oscuridad, ese espacio desconocido que rodea, y la ignorancia sin bordes que envuelve todo aquello que creemos saber. Y esa admisión y aceptación de la oscuridad es más valiosa que todo el conocimiento factual que podamos acumular».
Por último, el libro se podría poner en continuidad con El guardián entre el centeno: si esta novela se centra en que Holden se da cuenta del desamparo de su hermana pequeña, y en cuánto desearía protegerla del futuro que le espera, Desierto sonoro habla también de que los adultos no somos capaces de proteger a los niños como deberíamos hacerlo. Esto se aplica tanto a los niños migrantes que acaban lejos de sus padres y que incluso desaparecen, como a los propios niños del matrimonio protagonista de la novela. La narradora (como la escritora en entrevistas), que recuerda cuánto le dolió la desaparición de su propia madre cuando tenía diez años y cómo no supo perdonarla durante años, aunque más tarde sí comprendió sus motivos y lo hizo, se plantea en términos parecidos la relación con sus hijos: «Espero que también mis hijos me perdonen, nos perdonen, algún día, por todas nuestras decisiones».
Valeria Luiselli. Desierto sonoro (Lost children archives, 2019). Madrid: Sexto Piso, 2019; 458 pp.; trad. de Daniel Saldaña París y Valeria Luiselli; ISBN: 978-84-17517-51-9.