Puede dar idea del tono bromista y del lenguaje repleto de argentinismos de la autora esta descripción de una amiga: «en lo de Amalia no hay objetos de decoración: ella pertenece a La Raza de Los Ligeros, un grupo de gente desperdigada por el mundo que evita el adorno como el resfriado. (...) Amalia no guarda perfumeros con zócalos de plata en el baño, no tiene budas de porcelana en los estantes de la cocina, ni acumula máscaras africanas en las paredes. No sé si su austeridad monacal es genética o lo que un amigo consideraría un coletazo de abajismo: años de entrenamiento en la ética de la renunciación, una disciplina cuyo propósito no es acceder a una clase inferior sino evitar religiosamente cualquier ascenso». (En las gateras)
Algunos ejemplos de las consideraciones sobre arte y sobre pintores que puntúan el relato son estos:
—«Creo que el arte que depende demasiado del subidón de un descubrimiento inexorablemente declina cuando se lo logra dominar por completo. Al confinar la pintura a una sensación visual, Monet tocaba solo la epidermis de las cosas». (En las gateras)
—Las declaraciones grandilocuentes de Rothko ahogarían sus obras, «las convertiría en opacos menhires. (...) Olvidaba que los elementos más poderosos de una obra con frecuencia son sus silencios, y que, como dicen por ahí, el estilo es un medio para insistir sobre algo. Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente». (Una vida en pinturas)
—Cuando Picasso organizó un famoso banquete en honor de Henri Rousseau, todos aplaudieron al genial Aduanero. «Después Picasso, con la crueldad de la que hacen gala los cobardes, dijo que todo había sido un chiste, una blague. El mismo Picasso que después amarrocó Rousseaus como si fueran coca-colas en el desierto y veinte años después, cuando tuvo que pintar su Guernica, se encerró en su taller a estudiar en secreto La guerra de Rousseau, aunque en público jamás lo admitiera. En términos artísticos, las vanguardias tomaron más de Rousseau de lo que Rousseau tomó de ellas: uno hubiera esperado que en algún momento el recién llegado adoptara algunos de los tics de los dueños de casa, pero nada más lejos». (El cerro desde mi ventana)
—«¿No son todas las buenas obras pequeños espejos? ¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta “qué está pasando” en “qué me está pasando”?» (Ser “Rapper”)
El libro, igual que sucederá con el que comentaré a continuación, está repleto de citas de otros autores, una consecuencia, dice la escritora en una entrevista, de la educación que recibió, donde les hacían aprenderse muchas citas de memoria. Por ejemplo, en el texto que dedica a comentar El Greco (Los pitucones) —no sé si el mejor pero sí el que más me ha gustado, junto con el que habla de Rothko— se acuerda de algo que Cyril Connolly decía: «A quien los dioses desean destruir, al principio lo llaman promesa».
Poco tiempo después de El nervio óptico la autora publicó La luz negra, una especie de novela policial cuya narradora cuenta, primero, el aprendizaje de su oficio con Enriqueta Macedo, una importante tasadora de obras de arte que daba de paso a obras falsificadas, y, después, su búsqueda de una elusiva falsificadora de arte mítica llamada la Negra. En realidad, a los entusiastas de lo detectivesco enseguida se les anuncia pronto que tienen entre las manos un relato singular: «No esperen nombres, estadísticas, fechas. Lo sólido se me escapa, solo queda entre mis dedos una atmósfera imprecisa, técnicamente soy una impresionista de la vieja escuela. Además, todos estos años en el mundo del arte me han vuelto un ser desconfiado. Sospecho en especial de los historiadores que con sus datos precisos y notas heladas a pie de página ejercen sobre el lector una coerción siniestra. Le dicen: “Esto fue así.” A esta altura de mi vida yo aprecio las gentilezas, prefiero que me digan: “Supongamos que así sucedió.”»
El relato plantea qué es arte y qué no lo es. Según Enriqueta Macedo «falsas (…) eran las obras de calidad discutible. “¿Una buena falsificación no puede dar tanto placer como un original? ¿En un punto no es lo falso más verdadero que lo auténtico? ¿Y en el fondo no es el mercado el verdadero escándalo?”», le dijo a la narradora la primera vez que charlaron. Ella acepta los argumentos de su jefa y dirá que «en el fondo éramos dos románticas que creíamos que con estas travesuras atentábamos contra las concepciones burguesas, contra la forma de ver el mundo que tiene esa gente: la que compra». Pues, dirá de nuevo después, «cuando un coleccionista compra no está comprando arte, está comprando una confirmación social de su inversión. Paga para estar seguro, y estar seguro es caro».
También describe cómo es alguna crítica de arte, tarea que desempeña la protagonista un tiempo. Lo cuenta así: «Al poco tiempo me di cuenta de que escribir sobre arte es relativamente fácil cuando uno aprende la mecánica. Ves el objeto de arte, traducís esa visión en palabras y le agregás cualquier especulación que considerás apropiada. Si la visión no llega, también se puede escribir sobre la obra usando palabras que no existen dentro de una, palabras ajenas reunidas con destreza. Creo que la gente desprecia a los críticos porque la gente detesta la debilidad y la crítica es el género más bajo en el escalafón de la literatura. Pero justamente por ser el más débil tiene una atractiva impunidad».
Y las relaciones sociales propias de la crítica de arte las describe del siguiente modo: «la misma rutina de siempre, que era como la nada. Ir a muestras de dudosa calidad, tomar vino malo, sonreír, fingir entusiasmo, prometer visitas a talleres que nunca sucederían, repetir qué genial, qué maravilla, los resortes de la charla de arte, volver a casa, tomar un vaso de agua para desintoxicarme, sentarme frente a la computadora, escribir la reseña con fingido interés, una sucesión de expresiones gastadas del tipo “la obra dialoga con el entorno”, “la instalación pone en jaque el espacio-tiempo”, “el video cuestiona de manera radical nuestra percepción”, lenguaje leguleyo, vacío, come caracteres, en fin, algún remate rapsódico y mandar la nota antes de empezar a olvidar lo que se ha visto».
Como se puede apreciar, al final el libro vuelve a tratar de lo mismo que El nervio óptico y en él lo que acaba interesando no es la intriga con la que comienza sino la visión de la narradora y el magnetismo de su lenguaje. Hay sí, a pesar del escepticismo confeso de la narradora, una intención de comprenderse y de comprender: al final de su relato dice que «he notado que una no escribe ni para recordar ni para olvidar, ni para encontrar alivio ni para curarse de una pena. Una escribe para auscultarse, para entender qué tiene dentro. Así, por lo menos, he escrito yo, como si un endoscopio recorriera mi cuerpo».
María Gaínza. El nervio óptico (2017). Madrid: Anagrama, 2017; 160 pp.; col. Narrativas hispánicas; ISBN: 978-8433998446.
María Gaínza. La luz negra (2018). Madrid: Anagrama, 2018; 144 pp.; col. Narrativas hispánicas; ISBN: 978-8433998637.