El joven Walter Hartright es contratado como profesor de dibujo de las hermanas Marian Halcombe y Laura Fairlie, de la que se enamora. Pero, como el padre de Laura, ya fallecido, había comprometido su matrimonio con sir Percival Glyde, un barón y terrateniente vecino, Walter se marcha, no sin temor, pues una dama fantasmal llamada Anne Catherick —con un gran parecido físico a Laura, y a la que había conocido en circunstancias extrañas— reaparece para, enigmáticamente, advertir contra el barón. Sin embargo, Laura y sir Percival se casan y, cuando regresan de su desastroso viaje de bodas, con una larga estancia en Italia incluida, Laura puede sobrellevar el comportamiento iracundo del barón gracias al apoyo de Marian. Pero entra en escena también un amigo italiano del barón, el untuoso y cortés conde Fosco, casado además con una tía de Laura, que conspira con sir Percival para hacerse con el dinero que le corresponde a Laura por herencia.
Una parte del interés de la historia está en el recurso —original entonces— de contarla mediante una sucesión de relatos, ordenados cronológicamente, a cargo cada uno de alguien que vivió en primera persona los hechos. Así lo explica el primero de los narradores y recopilador de todo el material: «cuando el que escribe estas líneas introductorias (de nombre Walter Hartright) haya estado en relación más directa que otros con los sucesos de que habla él mismo lo contará. Cuando falle su conocimiento de los hechos dejará su lugar de narrador, y su tarea la continuarán, desde el punto en que él lo haya dejado, personas que pueden hablar de las circunstancias de cada suceso con tanta seguridad y evidencia como él mismo ha hablado en anteriores ocasiones». En su Introducción a la literatura inglesa (Madrid: Alianza, 1999), Jorge Luis Borges y María Esther Vázquez indican que «bajo el influjo de la novela epistolar del siglo XVIII, Collins fue el primer novelista que usó el procedimiento de que una historia fuera contada por los personajes de la fábula. Este concepto de los diversos puntos de vista sería utilizado y profundizado después por Browning y por Henry James».
Otra parte del interés procede de la galería de personajes y del particular punto de vista de cada narrador. Son excelentes, pero menores, el hipocondríaco y clasista Frederick Fairlie, tío de Laura, la rencorosa Jane Catherick, madre de Anne, o el ama de llaves Eliza Michelson, que se tiene a sí misma por «humana e indulgente con los extranjeros», dado que «no tienen nuestras virtudes y nuestras ventajas, pues casi todos se han educado en los errores ciegos del papismo». Sin embargo, el nivel sube cuando entran en acción y hablan la decidida Marian Halcombe y, sobre todo, el asombroso conde Fosco —químico de profesión, enfermizamente tierno con unos canarios y unos ratones a los que adiestra, capaz de amenazar salvajemente del modo más cortés…—.
Entre otras cosas, se puede destacar de Marian Halcombe cómo sus afirmaciones acerca de los modos de pensar y actuar de las mujeres se ven desmentidas una y otra vez por sus propios hechos. Así, una vez afirma que la mente de las mujeres «es demasiado versátil y nuestros ojos son demasiado desatentos»..., pero no los suyos. En otra señala que, por no ser más que una mujer, está «condenada a tener paciencia, corrección y faldas para toda la vida» y ha de arreglárselas «como pueda de una manera débil y femenina»…, que no es la suya tampoco. Es un gran acierto de la trama que la única debilidad de Fosco sea, precisamente, la gran admiración que siente por Marian.
Del conde Fosco, Marian, en su diario, afirma que lo que «le hace único entre los demás mortales, está sobre todo y ante todo y hasta dónde puedo afirmar por ahora, en la expresión y en la fuerza extraordinaria de sus ojos. Sus modales y el dominio absoluto que posee de nuestro idioma han contribuido hasta cierto punto a que gane mi aprecio. Escucha a una mujer con una deferencia sosegada, con una mirada llena de un interés plácido y vivo. Le habla con una voz que trasluce una gran delicadeza interior, y ello, hay que decirlo, resulta irresistible». Más adelante señalará que había «cierta relación misteriosa entre sus más profundos sentimientos y sus refinamientos más espectaculares» y apreciará que sus más insignificantes acciones «ocultaban siempre un propósito recóndito».
Wilkie Collins. La dama de blanco (The Woman in White, 1859). Barcelona: Montesinos, 1989: 431 pp.; trad. de Maruja Gómez Segalés; ISBN: 84-85859-78-2. Otra edición en Barcelona: Debolsillo, 2010; 816 pp.; col. Clásica; trad. de Maruja Gómez Segalés; ISBN: 978-8499086316.