Quien haya leído alguna de las reseñas citadas, o entrevistas con la autora, no necesita ya que yo detalle más cosas acerca del contenido y el estilo del libro. Así que, de mis muchas notas, rescato dos que tienen que ver con mis temas de principal interés.
Una, esta interesante observación de la autora que se le ocurre cuando consigue entrar por primera vez en la biblioteca bodleiana de la universidad de Oxford y cuando piensa en Lewis Carroll trabajando allí un siglo y medio antes: «comprendí un gigantesco malentendido: Alicia en el país de las maravillas es puro realismo literario. De hecho, describe a la perfección mis experiencias durante aquellas primeras semanas. Los lugares tentadores que podía entrever por el hueco de la cerradura, donde habría necesitado una pócima mágica para cumplir los requisitos de acceso. Mi cabeza chocando contra los techos. Habitaciones tan asfixiantes que sentía deseos de sacar los brazos por las ventanas y asomar el pie por la chimenea. Túneles, letreros, meriendas de locos, conversaciones de una lógica escurridiza. Y personajes anacrónicos absortos en ceremoniales imprevisibles».
Otra, este comentario a propósito de la versión de la obra de Mark Twain, Las aventuras de Huck Finn, en la que un profesor preocupado retiró la palabra “nigger”: «¿Los libros infantiles y juveniles son obras literarias complejas o manuales de conducta? Un Huck Finn saneado puede enseñar mucho a los jóvenes lectores pero les hurta una enseñanza esencial: que hubo un tiempo durante el cual casi todo el mundo llamaba “negratas” (“nigger”) a sus esclavos y que, debido a esa historia de opresión, la palabra se ha convertido en tabú. No por eliminar de los libros todo lo que nos parezca inapropiado salvaremos a los jóvenes de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerlas. Al contrario de lo que cree Platón, los personajes malvados son un ingrediente crucial de los cuentos tradicionales, para que los niños aprendan que la maldad existe. Tarde o temprano tendrán noticias de ella (desde los matones que les acosan en el patio del colegio a los tiranos genocidas)». Cita después un texto de Flannery O’Connor —«quien solo lea libros edificantes sigue un camino seguro pero sin esperanza», tomado de su ensayo «Naturaleza y finalidad de la narrativa», contenido en El negro artificial y otros escritos (Madrid: Encuentro, 2000)—. Y continúa: «Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio. Podemos hacer pasar por el quirófano a toda la literatura del pasado para someterla a una cirugía estética, pero entonces dejará de explicarnos el mundo. Y si nos adentramos por ese camino no debería extrañarnos que los jóvenes abandonen la lectura y, como dice Santiago Roncagliolo, se entreguen a la PlayStation, donde pueden matar a un montón de gente sin que nadie ponga problemas».
Irene Vallejo. El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo (2019). Madrid: Siruela, 2019; 449 pp.; col. Biblioteca de ensayo; ISBN: 978-84-17860-79-0.