jueves, 22 de octubre de 2020

'Editar la vida', de Michael Korda, y 'Lector voraz', de Robert Gottlieb

Después de comentar la biografía de Max Perkins y las memorias de Bennett Cerf, pongo ahora un comentario a las memorias de Michael Korda (1933-), editor de Simon & Schuster durante la segunda mitad del siglo XX, y, brevemente, también a las de Robert Gottlieb (1931-), que entró a trabajar también en Simon & Shuster en 1955, fue editor jefe en 1965, se trasladó tres años después a Alfred A. Knopf y, tiempo adelante, fue editor del The New Yorker.

En Editar la vida. Mitos y realidades de la industria del libro, Korda habla de su aprendizaje primero y de su trabajo como editor de libros de toda clase después; explica los cambios que se dieron en la industria editorial a lo largo de cinco décadas; comenta las grandes diferencias entre unos y otros aspectos de su trabajo —leer manuscritos y editarlos, una profesión, y publicarlos y promocionarlos, un negocio—; y, sobre todo, rememora incidentes, unos relacionados con la publicación de libros y otros debidos a su trato con colegas, o escritores profesionales, o escritores ocasionales como algunas estrellas cinematográficas o presidentes como Nixon o Reagan.

Cuenta jugosas anécdotas ajenas y propias. Entre las ajenas una es cuando dice que, a veces, llega un manuscrito inesperado en el momento más inesperado: «Todos en el mundo editorial saben que si el editor de Macmillan no hubiera tenido un resfriado mientras visitaba Atlanta, no habría permanecido en cama leyendo el voluminoso manuscrito que una mujer le había entregado en el vestíbulo del hotel, y que más tarde se convertiría, después de mucho trabajo de edición y de cambiarle el título, en Lo que el viento se llevó. Los milagros existen». Otra es la de que hubo editores norteamericanos que rechazaron publicar La colina de Watership, de Richard Adams, durante años: nadie creía que una larga novela sobre conejos, contada desde el punto de vista del conejo, podría funcionar en EE.UU.; quienes lo habían leído pensaban que podría funcionar si se recortaba drásticamente o si se reescribía como libro infantil. «Esta forma particular de ceguera no es poco común», dice Korda.

Entre las propias tal vez la mejor sea la que ocurrió cuando a su editorial le ofrecieron el libro de memorias de Albert Speer, y Korda intentaba convencer al propietario y editor, Max Schuster, de que lo aceptaran porque, al margen de otras consideraciones, en sí mismo, e incluso leyéndolo sólo como testimonio, era un libro extraordinario. El editor escuchó atentamente sus argumentos y asintió: le dijo que estaba en lo cierto y que no tenía dudas de que el libro sería un best-seller. Pero añadió: «Sólo hay un problema. No quiero ver el nombre de Albert Speer y el mío en el mismo libro». Años más tarde, Korda usaría el mismo argumento para un libro de Louis Farrakhan. Como diría después otro de sus colegas: «una editorial tiene la obligación de creer en la Primera Enmienda pero no tiene la obligación de publicar todo lo que se le envía».

En relación al trabajo como editor Korda rememora cómo fue aprendiendo de sus colegas distintas cosas: de uno, «la importancia del entusiasmo y la imaginación»; de otro, «la importancia de poner atención a los pequeños detalles y a trabajar con ahínco durante largas horas en manuscritos que no proporcionan ninguna satisfacción».

Explica cómo «quienes saben de verdad de edición constituyen una curiosa combinación de animador con conocedor de historias, saben arreglar una prosa deficiente, inventar un final dramático para una escena (en lugar del primero que se les ocurra), o mostrarse despiadados al cortar el texto. Son la clase de personas que no dudan en desafiar al autor en un intento de conseguir que el libro funcione de la mejor manera, o de la manera en que supuestamente debería hacerlo, y que en ocasiones es capaz de adivinar lo que un autor intentaba hacer y mostrarle cómo hacerlo».

Señala que, «para un auténtico editor, reducir un manuscrito de setecientas páginas a cuatrocientas, inventar un nuevo título, recombinar los capítulos para darle al libro un comienzo increíble y un final sorprendente, resulta un reto cotidiano, como para un cirujano una operación difícil. Los editores de verdad, si son buenos, también saben dejar las cosas como están, lo que es aún más importante. “Si está bien, no lo toques”, podría ser la primera regla de nuestro juramento, si tuviéramos uno».

Al mismo tiempo, también hace notar que un editor muchas veces no sabe qué ocurrirá con los libros que publica: «La única manera de saber si un libro se venderá es publicándolo». Además, indica en otro lugar, «quizá el mayor milagro en la industria editorial sea la forma en que, cuando se le da la oportunidad, el público se lleva a casa un buen libro de un autor desconocido y lo convierte en un sorpresivo best-seller (a menudo el editor es el más sorprendido de todos)».

En Lector voraz, Robert Gottlieb cuenta su vida: es un libro que también da muchos pormenores del mundo editorial norteamericano en las décadas centrales del siglo y cuenta jugosas anécdotas de autores y de la edición de libros famosos. No me atrajo tanto como el de Korda —de quien fue compañero— tal vez porque se nota más en él una clara intención de tratar a todo el mundo amablemente, con alguna excepción, y eso significa también que hay silencios que se ve que ocultan historias tristes detrás.

Uno de los autores de los que no habla bien es Roald Dahl, cuyo comportamiento exigente e irrespetuoso con las personas de la editorial provocó que nadie quisiese trabajar con él, por lo que le acabó despidiendo, un acto estúpido desde el punto de vista de las ganancias pero que lo convirtió en un héroe ante los empleados de Knopf.

Otro de los autores que promovió desde el manuscrito de su primera novela, La amenaza de Andrómeda, fue Michael Crichton. De él dice que tenía una formación científica sólida, un gran olfato para estar a la última, que tenía grandes ideas pero, al principio, una escritura desastrosa, que le ayudaron a pulir en la editorial, y fueron llegando después sus mejores novelas, como Parque Jurásico. Y aquí Gottlieb indica que el público sabe bien que autores como Stephen King, o John Grisham, o Michael Crichton en tecnothriller «son los mejores en lo que hacen».

Gottlieb estuvo siempre muy interesado en el mundo de la danza y, al final de su vida, su gran ocupación e interés fue el New York City Ballet. Al hablar de él está uno de esos párrafos donde se aprecia que hay muchas cosas que no ha contado del mundo editorial: «Uno de los motivos por los que vivir en el mundo de la danza me genera tanto placer es que hay muy pocas gilipolleces conectadas a él (en contraposición con el mundo del teatro). Los bailarines conocen la partitura. Se ven cada día en los espejos del estudio, no como un acto narcisista sino para identificar defectos y debilidades; saber mejor que tú si cierta actuación es deficiente; y saben cuándo su técnica comienza a debilitarse tras un parón largo o incluso unos días sin recibir lecciones. Ni un montón de halagos pueden oscurecer esas realidades».

Michael Korda. Editar la vida. Mitos y realidades de la industria del libro (Another Life: A Memoir of Other People, 2000). Barcelona: Random House Mondadori, 2005; 377 pp.; trad. de Fernando González Téllez; ISBN: 84-8306-618-1.
Robert Gottlieb. Lector voraz (Avid Reader. A Life, 2016). Barcelona: Navona, 2018; 419 pp.; trad. de Ainize Salaberri; prólogo de Javier Aparicio Maydeu; ISBN: 978-84-17181-47-5.