Una es esta: «Los museos más paradójicos son los de arte moderno, que son monumentos estables a la vanguardia en los que descubrimos la rápida obsolescencia de lo nuevo. Un museo de arte moderno no deja de ser un entrañable monumento a la melancolía. Lo que nos dice es que todo lo que alberga ha dejado de ser vanguardia. Por eso, lo que esperamos del arte innovador es que sea diferente de lo que recogen los museos de arte moderno. Cuando más previsible sea el arte de mañana, más nos decepcionará. El museo de arte moderno merece su nombre si está continuamente abriendo nuevas salas que prolonguen el relato de la modernidad con capítulos inéditos. Todas las contradicciones de nuestro presente se exponen en un museo de arte contemporáneo. Ahí está su valor: es un museo de antropología. Nos revela que el mundo humano no puede reducirse a la innovación sin negarse a sí mismo. Lo nuevo no parece ser posible sin la memoria de lo viejo. La capacidad humana para soportar la innovación es mucho más limitada de lo que los innovacionistas suelen pensar».
Otra es esta: «La corrección política (...) no es más que el blindaje de ciertos límites ideológicos frente al flujo de la historia. Lo que es nuevo es la voluntad de imponerle un correctivo a la naturaleza mediante la retórica de una razón victimológica; la convicción de que basta presentarse como víctima para tener razón. De esta manera la condescendencia se impone, aunque sea hipócrita y, aunque, de hecho, acentúe la humillación objetiva de la víctima. El lenguaje políticamente correcto es la moralización del lenguaje de los espectadores de la teatrocracia ante las escenas que hieren sus susceptibilidades, pero que no puede dejar de buscar para denunciarlas. Es políticamente correcto asegurar que el islamismo radical es cosa de cuatro fanáticos que no tienen nada que ver con el islam, que es una religión de paz y amor. Eso es, desde luego, lo que todos desearíamos, pero es más que dudoso que sea verdadero si tenemos en cuenta la pena de muerte que el islam reserva para los apóstatas, que es un mandato absolutamente incompatible con los valores occidentales. Es políticamente correcto decir que la familia tradicional, fundada por un padre y una madre, ha caducado, aunque los que tenemos una familia normalica creamos que nos ha tocado la lotería. Es políticamente correcto decir públicamente que sexo y género son cosas distintas, como si fueran universal y necesariamente distintas, pero no que un feto humano es un ser humano. Es políticamente correcto defender el aborto como un derecho aunque sea un derecho cuyo ejercicio no nos atrevemos a mirar a la cara. Es políticamente correcto decir que la emigración es una oportunidad para España, no un problema, cuando nada impide que sea ambas cosas al mismo tiempo. Es políticamente incorrecto decirle a un negro que es negro; a un gordo, que es gordo; a un ciego, que es ciego; a un viejo, que es viejo… No se le puede llamar ilegal al «sin papeles», no hay populismos de izquierdas, etc. Decir que los asiáticos son buenos en matemáticas, que los resultados escolares de los niños divergen de los de las niñas o que los juguetes bélicos no son micromachismo, hace levantar más de una ceja de sospecha en la conciencia del respetable censor público. No hay perdón para el disidente. Cualquiera que hable en público sabe que si supera ciertos límites de corrección política, nadie va a salir en defensa de su libertad de expresión. Ni tan siquiera en la universidad. Toda disidencia se paga cara. El lenguaje políticamente correcto es, en resumen, un proyecto de edulcorar las palabras para evitar que la realidad resulte amarga. Es otro intento político de ponerle límites a la naturaleza de acuerdo con nuestros prejuicios, olvidándonos de que ella siempre vuelve».
Gregorio Luri. La imaginación conservadora (2018). Barcelona: Ariel, 2018; 344 pp.; ISBN: 978-8434429611.