Hace años, un amigo mediofondista me habló de El corredor, una novela de John L. Parker: no le hice mucho caso entonces y, al leerla ahora, me di cuenta de mi error porque la he disfrutado mucho. El autor, que fue atleta en su época universitaria, decidió publicarla por su cuenta después de que la rechazaran varias editoriales. Poco a poco su libro fue difundiéndose y, pasado el tiempo, se convirtió en un gran éxito y en una referencia para los interesados en el atletismo, y en particular entre los corredores. Su mérito no está en su argumento, como un mínimo andamiaje, sino en el magnífico retrato que hace de «la mentalidad dolorosa y ritualista del corredor especializado», de lo bien que capta el momento en el que un corredor se da cuenta de que puede aspirar a mucho más, de la gran descripción de un estilo de vida moldeado por unos entrenamientos agotadores que te dejan «cansado de estar cansado», y, por supuesto, de la forma en que se cuenta cómo vive un corredor una carrera de medio fondo de las que levantan al público de los asientos.
Quenton Cassidy, un corredor de la imaginaria Universidad del Sureste, de Florida, entrena para, y sueña con, llegar a correr la milla en menos de cuatro minutos. Debido a ciertos incidentes que se producen en la universidad es sancionado con no poder volver a competir en ese curso. Pero Bruce Denton, un corredor de fondo que fue medallista olímpico y está en el final de su vida deportiva, ve las posibilidades de Cassidy y actúa como su mentor: le alienta a seguir entrenando, le deja para eso que viva en su casa de los bosques, y además organiza las cosas para que, después de dejarse barba y el pelo largo, pueda pasar por un atleta finlandés que, procedente de una universidad de Ohio, se presenta para competir en una carrera a la que vendrá nada menos que John Walton (un corredor de ficción basado en el neozelandés John Walker, campeón olímpico de 1500 metros en 1976), «el primer ser humano en correr una milla por debajo de 3:50», un tipo con «un aura de casi total invencibilidad».
Como verá quien conozca los ambientes propios de los atletas, el autor capta bien las personalidades aparentes de quienes practican las distintas especialidades. De los lanzadores de peso dice que «solían ser unos machitos engreídos, aunque en realidad eran bastante amables; su presencia física resultaba tan amenazadora que nunca necesitaban recurrir al abuso»; «la confianza en uno mismo de los que se dedican a tales menesteres es enorme y no requiere el apoyo de ninguna bravuconería. Solo se temían entre ellos». A los corredores de fondo los describe como unos «mensajeros serenos» que «vivían dentro de sí mismos; se comportaban así desde hacía muchísimo tiempo y continúan haciéndolo a día de hoy». En cambio, el arte de los velocistas y los saltadores «giraba en torno a un único instante explosivo durante el cual todo se ganaba o se perdía»; «eran nerviosos, eléctricos, y pasaban de estar absortos con el éxito a verse atrapados en un pantano hediondo. Eran los maníaco-depresivos del mundo del atletismo. Constantemente se daban fuerzas a sí mismos a base de fanfarronería, tanto para afirmar un coraje decaído como para intimidar a sus oponentes».
La novela deja claro cómo el atletismo es distinto a otros deportes pues sus practicantes son «dolorosa y permanentemente conscientes» de cuál es su sitio. Dice Cassidy que «en la pista todo está apuntado en negro sobre blanco. Mucha gente no es capaz de soportar esta clase de presión; los egos se marchitan ante la evidencia. Cada uno de nosotros carga con sus propios registros, por eso nos importan tanto los números, por eso siempre estamos hablando de ellos. Por ejemplo, yo estoy en 4:00.3, y es como si llevara esta cifra tatuada en la frente. (…) Y lo cierto es que da exactamente igual la cantidad de carreras que gane. Ni siquiera he cruzado todavía la barrera de los cuatro minutos. Roger Bannister lo hizo en 1954. Llevo siete años de mi vida entregado a esto y hasta el momento estoy… en la media. Les pasa también a otros, puede que a los concertistas de piano, a los actores y a gente así. Pero ellos no están sujetos a las cifras crueles y frías como nosotros».
Bruce Denton le dirá a su pupilo en un momento crítico que posiblemente «el óvalo de cuarto de milla sea uno de los pocos lugares del mundo en los que ningún bastardo puede joderte, Quenton, y eso es porque allí fuera no hay dónde esconderse. No se puede fingir ni atravesar solo porque se es guapo, no hay pactos que valgan. Yo te he oído decir esto mismo. Por eso te hiciste corredor de milla. La pregunta ahora es si estás preparado para vivir por ello o si no eran más que palabras vacías». Este último es otro de los aspectos que la novela presenta bien: hay personas, como dirá el protagonista con acentos que me han recordado al impetuoso Thomas Wolfe, que sienten que «¡podemos brillar! ¡Convertirnos en leyendas de nuestro propio tiempo, infundir miedo en el corazón de los talentos mediocres de todas partes! ¡Podemos dedicarnos a desengañar a los torpes, a establecer récords fuera del alcance de los demás! ¡Dejar a las gradas sin aliento al estallar en un arranque de otro mundo a trescientas yardas de la meta! (…). Pronunciarán nuestros nombres a media voz: ¡«Esos tíos son animales», dirán!».
La novela detalla las situaciones y los procesos mentales por los que que puede pasar un corredor durante los entrenamientos. Por ejemplo, los momentos de desmoronamiento psicológico y físico, cuando uno necesita «entre doce y catorce horas de sueño por las noches» y se siente «literalmente desesperado por descansar»: «la pregunta que acosa al corredor que está sometido a un entrenamiento en pleno desmoronamiento es: ¿por qué vivo como vivo? Hasta el punto de que la cuestión termina siendo: ¿es esto vivir?». Quenton Cassidy, dice la narración, tenía un método simple para despejar las dudas fundamentales: «no pensar en ellas en absoluto. Tales cuestiones habían sido consideradas hacía muchísimo tiempo, se habían tomado decisiones, consignado respuestas, y el libro había sido cerrado. Si debía abrirlo cada vez que las cosas se ponían difíciles, pasaría más tiempo racionalizando que entrenando; su cuaderno de bitácora comenzaría a revelar información vergonzosa, es posible que cuadros en blanco, y eso era algo que incluso un obsesivo-compulsivo hecho a sí mismo no podía tolerar».
Cassidy, continúa el relato, «no perseguía los momentos de euforia entre pausas. Estos llegaban cuando llegaban, con naturalidad, y se contentaba con disfrutar de ellos en privado. No corría por ningún motivo criptorreligioso, sino para ganar carreras, para cubrir distancias rápidamente. No solo para ser mejor que sus colegas, sino para superarse a sí mismo. Para ser más rápido por una décima de segundo, por una pulgada, por dos pies o dos yardas, de lo que había sido la semana o el año anterior. (…) Ciertos elogios y observaciones le hacían sentir incómodo; él explicaba que simplemente era un corredor, un atleta con una tarea absurdamente difícil, nada más. No era un maníaco de lo saludable, no estaba ahí fuera para moldear un cuerpo esbelto y delgado. No se alimentaba a base de nueces y bayas; si la caldera ardía lo suficiente, podía quemar cualquier cosa, incluso Big Macs».
«Su trabajo diario era arduo; satisfactorio en su conjunto, pero nada que ver con los alegres correteos vinculados a la naturaleza que describían las revistas. Otros corredores, los de verdad, lo entendían perfectamente. Quenton Cassidy sabía de qué hablaban los corredores místicos, los del footing, los poetas de la carretera, los zen y otros por el estilo. Pero también sabía que era generalmente imposible dar con su euforia en las mañanas oscuras y lluviosas. Lo fundamental para ellos era contarlo, no hacerlo. Cassidy comprendió enseguida que el verdadero corredor corre incluso cuando no le apetece hacerlo, y disputa carreras cuando debe, sin excusas y sin ningún tipo de freno. Para él, correr era real, y su modo de hacerlo era la cosa más real que conocía. Era alegría y aflicción, duro como un diamante. Aquello lo dejaba exhausto más allá de la comprensión, pero también le hacía libre».
La novela termina con muchas páginas magníficas dedicadas a la gran carrera final, vivida primero mentalmente por el protagonista, que anda por la pista la víspera de la competición e imagina paso a paso lo que puede ocurrir, y corrida luego realmente. Entre las muchas excelentes descripciones de cada curva y de cada incidente, así describe la tercera vuelta: «un microcosmos, no de vida, sino de malos tiempos, de tiempos que es necesario atravesar, de navidades sin juguetes, de estar deprimido en la parada de autobús a medianoche; tiempos a los que echar la vista atrás y reírse de ellos o simplemente olvidarlos». El final es un intenso codo a codo con John Walden, con el cuerpo convertido ya en «un bloque sólido de ácido láctico» y por dentro nada más que «aguanta aguanta aguanta Dios mío aguanta aguanta-aguanta-aguanta-aguanta-aguanta».
John L. Parker. El corredor (Once a Runner: A Novel, 1978). Madrid: Capitán Swing, 2016; 312 pp.; col. Entrelíneas; trad. de Lucía Barahona; ISBN: 978-8494588624.