Después de leer El infinito en un junco busqué una novela previa de Irene Vallejo titulada El silbido del arquero. Es un relato que da una versión particular de unos episodios de la Eneida: desde que, en el primer capítulo, Eneas naufraga con sus barcos en las costas de Cartago hasta que, al final de la novela, reemprende su viaje a Italia. Los capítulos se titulan con el nombre de cada uno de los narradores: por un lado, Eneas, Elisa (la reina de Cartago) y su joven hermanastra Ana, cuidadora y protectora de Yulo, el hijo de Eneas; por otro, el dios Eros, que interviene para que prenda el amor entre Eneas y Elisa, y Virgilio que, varios siglos después, reflexiona sobre cómo ha de ser el poema que le ha encargado el emperador que componga.
Esta reseña de hace tiempo es excelente, también por su detallismo, y explica bien que no estamos ante una novela cualquiera. Entre otras cosas, señala que tiene las cualidades propias de quien es doctora en Filología Clásica y consigue dar a su relato todo el sabor del mito; que se narran las cosas desde distintos puntos de vista y se logran dibujar bien las personalidades de cada uno de los narradores, en quienes chocan fuertemente deseos y responsabilidades personales; que es un gran acierto la figura de Eros como un narrador irónico y compasivo ante los comportamientos humanos; que incluso los defectos formales que se le pueden reprochar a ciertos momentos del relato importan poco frente al conjunto y al dominio que demuestra la escritora.
A mí me han interesado sobre todo los tramos dedicados a un compungido Virgilio que se lamenta de tener que «escribir para el terrible soberano de Roma, de corromper las palabras poniéndolas a su servicio, de lavar la sangre que mancha las manos del tirano», y no sabe cómo ha de hacerlo. Hasta que un día, en el que se siente seguido y observado por un personaje misterioso, entiende como ha de ser su obra:
«Por primera vez, el significado de las palabras penetra en mi mente y capto su sentido. Iliada, libro VI. Habla de la legendaria Helena, afligida, durante el asedio de Troya: “En lo sucesivo, los poetas cantarán nuestros sufrimientos a generaciones que están por nacer”. El verso gira como un torbellino en mi cabeza febril. Cantarán nuestros sufrimientos. De pronto me siento iluminado por una idea, una revelación.
La fiebre llamea en mi interior. El anciano Homero guarda silencio. Después gira sobre sus pasos y se aleja, desvaneciéndose en la oscuridad.
Aturdido por el asombro y el pavor, permanezco inmóvil. Mis pensamientos galopan sin freno. Las guerras caen en el olvido, los cantos permanecen. Solo el poema queda para narrar el dolor de los vencidos, la suerte de quienes son atropellados por los imparables acontecimientos que forjan la historia. Aquellos a quienes llamamos héroes fueron un día seres azotados por la desgracia. De la vendimia del sufrimiento brota el vino de las leyendas. Yo conozco el sufrimiento, la duda, el pesado lastre del miedo, pero también he experimentado la redención y el consuelo de las palabras. Ahora lo sé.
Yo puedo escribir este poema.
He encontrado mi voz».
Más adelante continúa:
«He aprendido que la misma persona [tanto él como el emperador] puede encarnar la máscara del triunfo y el rostro de la derrota. Creo que algo semejante sucede con el Imperio Romano, ese gran logro levantado sobre tanta violencia y tantos ideales traicionados.
“Los poetas cantarán nuestros sufrimientos”. La frase retumba una y otra vez en mi cabeza. Ahora sé que puedo contar cómo empezó todo, cuando Eneas salvó de la debacle de Troya a su viejo padre y a su hijo pequeño. Quiero relatar en mis versos su huida, con el sonido del fuego crepitando en los oídos, en medio del torbellino del saqueo griego. Rememorar los primeros pasos de la grandeza romana, los pasos vacilantes de un héroe que perdió su guerra, alguien a punto de derrumbarse, con un anciano a sus espaldas y un niño de la mano. Ahora sé que la derrota es siempre el punto de partida de una gran historia. (…)
Mis versos transformarán las penas en música. (…)
Estoy obligado a ser fiel a la leyenda, a entrar en el río del tiempo, a guiar mi canto por la senda impuesta para que suceda lo que sucedió y se cumpla el pasado de nuestro pueblo. Como Eneas, debo obediencia a la imperiosa profecía que, en la noche de los tiempos, decretó la llegada a Italia de los troyanos.
Siento el sabor de sus fracasos como el mío propio. (…) Es extraño, la leyenda encuentra una nueva justicia para los perdedores. Existe un humano esplendor en todas nuestras derrotas.
“Los poetas cantarán nuestros sufrimientos a generaciones que están por nacer”. En las sabias palabras del viejo Homero he encontrado mi senda. Compondré para Augusto el poema que tanto desea, daré vida con mis versos a sus antepasados, pero les insuflaré mis esperanzas y no su sed de poder. El emperador tendrá su ansiado homenaje, pero el poema épico albergará la melodía rebelde de todas las aspiraciones incumplidas. Cantaré al Imperio más poderoso del orbe cuando era solo el frágil sueño de un náufrago».
Irene Vallejo. El silbido del arquero (2015). Zaragoza: Contraseña, 2015; 210 pp.; ISBN: 978-84-940903-7-0.