miércoles, 26 de agosto de 2020

'Entre un millón de líneas', de Juan Lozano Garrote

Entre un millón de líneas de [Juan Lozano Garrote]
Así como son libros con buen futuro los que hablan bien de bibliotecas y bibliotecarias, también lo son los que presentan de modo amable a las librerías y a los libreros. Al final de esta reseña de Rialto, 11, un ameno relato autobiográfico de Belén Rubiano que tuvo un merecido éxito hace ya un tiempo, se mencionan unas cuantas novelas sobre librerías. y a ellas se puede sumar ahora Entre un millón de líneas, la primera y conseguida novela de Juan Lozano Garrote, bien reseñada también en Libros... ¿y por qué no?.

Su argumento parece algo inspirado en el de la película Mejor imposible (a la que se cita en el interior de la novela), pues Teo, su protagonista y narrador, es un librero con rarezas y muy metido en sí mismo, pero buena persona y gran lector, y su oponente femenino es una chica que le hace bajar sus defensas para que se vaya comportando con más normalidad. Está bien construido el personaje de Teo, cuya forma de actuar un tanto exasperante acaba interesando al lector, es un gran contrapunto Esther, y son excelentes los diálogos entre ambos en los que hay intercambios de opiniones sobre novelas y novelistas.

Belén Rubiano. Rialto, 11 (2019). Barcelona: Libros de Asteroide, 2019; 240 pp.; ISBN: 978-8417007751
Juan Lozano Garrote. Entre un millón de líneas (2020). Amazon, 2019; 320 pp.; ISBN: 978-1099354281; ASIN: B082FL1XTC.

miércoles, 19 de agosto de 2020

'Alimentar a la bestia', de Al Alvarez

Si en El corredor se presenta de modo genial el mundo de un mediofondista, Al Alvarez lo hace de un alpinista en Alimentar a la bestia. Es una biografía de Mo Anthoine, un escalador inglés que ascendió a los picos más altos del mundo, fue cámara en muchos documentales de montaña, participó como extra en escenas de famosas películas que requerían expertos montañeros —como, por ejemplo, en La misión—, y puso en marcha una empresa que diseñaba y fabricaba prendas y artefactos de gran fiabilidad para su deporte —es muy fácil diseñar cosas de más, decía, cosas que están bien para Vogue pero no para salir a la montaña—.

El libro está muy bien escrito, con precisión y sencillez, sin énfasis ni alardes. Esto encaja con la personalidad del biografiado, de quien se subraya su sensatez, pues evitaba siempre riesgos innecesarios y se aseguraba de que quienes salían con él fueran bien equipados —«un buen montañero es un montañero vivo», decía—, y su ecuanimidad —es muy fácil abandonar las pequeñas cosas que hay que hacer en una escalada, cosas básicas como evitar que se moje el saco de dormir, «pero si no las haces empiezas a desmoronarte física y mentalmente»—.

Se describe bien, como decía, el modo de ser, áspero y cordial a la vez, propio de unos alpinistas indiferentes a ciertos elogios: «“¿qué mérito tiene que el público diga ‘Es un gran montañero’? No significa nada, porque la gente ignora en qué consiste ser un gran montañero”». Se habla de cómo entendía y afrontaba Mo Anthoine la escalada: «no es un deporte. “Es un pasatiempo”, asegura. “Incluye el placer. Mientras que un deporte, por definición, incluye la competición (...) un escalador compite solo contra sí mismo”; esto es: contra la rebelión de los músculos, contra los nervios y, cuando algo falla, contra la falta de entereza».

El autor, un conocido escritor inglés, fue amigo y compañero de Mo Anthoine en varias expediciones, como cuenta en el libro. Aunque deja claro que hay mucho de frikismo en quienes llevan tan al límite una pasión deportiva —Anthoine decía que buscaba la incomodidad propia de las escaladas porque necesitaba «alimentar a la bestia»—, también acentúa la importancia del sentido común y tener expectativas razonables para entender y practicar su deporte: «si esperas disfrutar cada día, mejor olvídate de la montaña», decía, aunque después sí lo disfrutes mucho.

Al Alvarez. Alimentar a la bestia (Feeding The Rat, 1988). Barcelona: Libros del Asteroide, 2020; 155 pp.; trad. de Juan Nadalini; ISBN: 978-84-17977-35-1.

miércoles, 12 de agosto de 2020

'El corredor', de John L. Parker

Hace años, un amigo mediofondista me habló de El corredor, una novela de John L. Parker: no le hice mucho caso entonces y, al leerla ahora, me di cuenta de mi error porque la he disfrutado mucho. El autor, que fue atleta en su época universitaria, decidió publicarla por su cuenta después de que la rechazaran varias editoriales. Poco a poco su libro fue difundiéndose y, pasado el tiempo, se convirtió en un gran éxito y en una referencia para los interesados en el atletismo, y en particular entre los corredores. Su mérito no está en su argumento, como un mínimo andamiaje, sino en el magnífico retrato que hace de «la mentalidad dolorosa y ritualista del corredor especializado», de lo bien que capta el momento en el que un corredor se da cuenta de que puede aspirar a mucho más, de la gran descripción de un estilo de vida moldeado por unos entrenamientos agotadores que te dejan «cansado de estar cansado», y, por supuesto, de la forma en que se cuenta cómo vive un corredor una carrera de medio fondo de las que levantan al público de los asientos.

Quenton Cassidy, un corredor de la imaginaria Universidad del Sureste, de Florida, entrena para, y sueña con, llegar a correr la milla en menos de cuatro minutos. Debido a ciertos incidentes que se producen en la universidad es sancionado con no poder volver a competir en ese curso. Pero Bruce Denton, un corredor de fondo que fue medallista olímpico y está en el final de su vida deportiva, ve las posibilidades de Cassidy y actúa como su mentor: le alienta a seguir entrenando, le deja para eso que viva en su casa de los bosques, y además organiza las cosas para que, después de dejarse barba y el pelo largo, pueda pasar por un atleta finlandés que, procedente de una universidad de Ohio, se presenta para competir en una carrera a la que vendrá nada menos que John Walton (un corredor de ficción basado en el neozelandés John Walker, campeón olímpico de 1500 metros en 1976), «el primer ser humano en correr una milla por debajo de 3:50», un tipo con «un aura de casi total invencibilidad».

Como verá quien conozca los ambientes propios de los atletas, el autor capta bien las personalidades aparentes de quienes practican las distintas especialidades. De los lanzadores de peso dice que «solían ser unos machitos engreídos, aunque en realidad eran bastante amables; su presencia física resultaba tan amenazadora que nunca necesitaban recurrir al abuso»; «la confianza en uno mismo de los que se dedican a tales menesteres es enorme y no requiere el apoyo de ninguna bravuconería. Solo se temían entre ellos». A los corredores de fondo los describe como unos «mensajeros serenos» que «vivían dentro de sí mismos; se comportaban así desde hacía muchísimo tiempo y continúan haciéndolo a día de hoy». En cambio, el arte de los velocistas y los saltadores «giraba en torno a un único instante explosivo durante el cual todo se ganaba o se perdía»; «eran nerviosos, eléctricos, y pasaban de estar absortos con el éxito a verse atrapados en un pantano hediondo. Eran los maníaco-depresivos del mundo del atletismo. Constantemente se daban fuerzas a sí mismos a base de fanfarronería, tanto para afirmar un coraje decaído como para intimidar a sus oponentes».

La novela deja claro cómo el atletismo es distinto a otros deportes pues sus practicantes son «dolorosa y permanentemente conscientes» de cuál es su sitio. Dice Cassidy que «en la pista todo está apuntado en negro sobre blanco. Mucha gente no es capaz de soportar esta clase de presión; los egos se marchitan ante la evidencia. Cada uno de nosotros carga con sus propios registros, por eso nos importan tanto los números, por eso siempre estamos hablando de ellos. Por ejemplo, yo estoy en 4:00.3, y es como si llevara esta cifra tatuada en la frente. (…) Y lo cierto es que da exactamente igual la cantidad de carreras que gane. Ni siquiera he cruzado todavía la barrera de los cuatro minutos. Roger Bannister lo hizo en 1954. Llevo siete años de mi vida entregado a esto y hasta el momento estoy… en la media. Les pasa también a otros, puede que a los concertistas de piano, a los actores y a gente así. Pero ellos no están sujetos a las cifras crueles y frías como nosotros».

Bruce Denton le dirá a su pupilo en un momento crítico que posiblemente «el óvalo de cuarto de milla sea uno de los pocos lugares del mundo en los que ningún bastardo puede joderte, Quenton, y eso es porque allí fuera no hay dónde esconderse. No se puede fingir ni atravesar solo porque se es guapo, no hay pactos que valgan. Yo te he oído decir esto mismo. Por eso te hiciste corredor de milla. La pregunta ahora es si estás preparado para vivir por ello o si no eran más que palabras vacías». Este último es otro de los aspectos que la novela presenta bien: hay personas, como dirá el protagonista con acentos que me han recordado al impetuoso Thomas Wolfe, que sienten que «¡podemos brillar! ¡Convertirnos en leyendas de nuestro propio tiempo, infundir miedo en el corazón de los talentos mediocres de todas partes! ¡Podemos dedicarnos a desengañar a los torpes, a establecer récords fuera del alcance de los demás! ¡Dejar a las gradas sin aliento al estallar en un arranque de otro mundo a trescientas yardas de la meta! (…). Pronunciarán nuestros nombres a media voz: ¡«Esos tíos son animales», dirán!».

La novela detalla las situaciones y los procesos mentales por los que que puede pasar un corredor durante los entrenamientos. Por ejemplo, los momentos de desmoronamiento psicológico y físico, cuando uno necesita «entre doce y catorce horas de sueño por las noches» y se siente «literalmente desesperado por descansar»: «la pregunta que acosa al corredor que está sometido a un entrenamiento en pleno desmoronamiento es: ¿por qué vivo como vivo? Hasta el punto de que la cuestión termina siendo: ¿es esto vivir?». Quenton Cassidy, dice la narración, tenía un método simple para despejar las dudas fundamentales: «no pensar en ellas en absoluto. Tales cuestiones habían sido consideradas hacía muchísimo tiempo, se habían tomado decisiones, consignado respuestas, y el libro había sido cerrado. Si debía abrirlo cada vez que las cosas se ponían difíciles, pasaría más tiempo racionalizando que entrenando; su cuaderno de bitácora comenzaría a revelar información vergonzosa, es posible que cuadros en blanco, y eso era algo que incluso un obsesivo-compulsivo hecho a sí mismo no podía tolerar».

Cassidy, continúa el relato, «no perseguía los momentos de euforia entre pausas. Estos llegaban cuando llegaban, con naturalidad, y se contentaba con disfrutar de ellos en privado. No corría por ningún motivo criptorreligioso, sino para ganar carreras, para cubrir distancias rápidamente. No solo para ser mejor que sus colegas, sino para superarse a sí mismo. Para ser más rápido por una décima de segundo, por una pulgada, por dos pies o dos yardas, de lo que había sido la semana o el año anterior. (…) Ciertos elogios y observaciones le hacían sentir incómodo; él explicaba que simplemente era un corredor, un atleta con una tarea absurdamente difícil, nada más. No era un maníaco de lo saludable, no estaba ahí fuera para moldear un cuerpo esbelto y delgado. No se alimentaba a base de nueces y bayas; si la caldera ardía lo suficiente, podía quemar cualquier cosa, incluso Big Macs».

«Su trabajo diario era arduo; satisfactorio en su conjunto, pero nada que ver con los alegres correteos vinculados a la naturaleza que describían las revistas. Otros corredores, los de verdad, lo entendían perfectamente. Quenton Cassidy sabía de qué hablaban los corredores místicos, los del footing, los poetas de la carretera, los zen y otros por el estilo. Pero también sabía que era generalmente imposible dar con su euforia en las mañanas oscuras y lluviosas. Lo fundamental para ellos era contarlo, no hacerlo. Cassidy comprendió enseguida que el verdadero corredor corre incluso cuando no le apetece hacerlo, y disputa carreras cuando debe, sin excusas y sin ningún tipo de freno. Para él, correr era real, y su modo de hacerlo era la cosa más real que conocía. Era alegría y aflicción, duro como un diamante. Aquello lo dejaba exhausto más allá de la comprensión, pero también le hacía libre».

La novela termina con muchas páginas magníficas dedicadas a la gran carrera final, vivida primero mentalmente por el protagonista, que anda por la pista la víspera de la competición e imagina paso a paso lo que puede ocurrir, y corrida luego realmente. Entre las muchas excelentes descripciones de cada curva y de cada incidente, así describe la tercera vuelta: «un microcosmos, no de vida, sino de malos tiempos, de tiempos que es necesario atravesar, de navidades sin juguetes, de estar deprimido en la parada de autobús a medianoche; tiempos a los que echar la vista atrás y reírse de ellos o simplemente olvidarlos». El final es un intenso codo a codo con John Walden, con el cuerpo convertido ya en «un bloque sólido de ácido láctico» y por dentro nada más que «aguanta aguanta aguanta Dios mío aguanta aguanta-aguanta-aguanta-aguanta-aguanta». 

John L. Parker. El corredor (Once a Runner: A Novel, 1978). Madrid: Capitán Swing, 2016; 312 pp.; col. Entrelíneas; trad. de Lucía Barahona; ISBN: 978-8494588624.

miércoles, 5 de agosto de 2020

'El silbido del arquero', de Irene Vallejo

Después de leer El infinito en un junco busqué una novela previa de Irene Vallejo titulada El silbido del arquero. Es un relato que da una versión particular de unos episodios de la Eneida: desde que, en el primer capítulo, Eneas naufraga con sus barcos en las costas de Cartago hasta que, al final de la novela, reemprende su viaje a Italia. Los capítulos se titulan con el nombre de cada uno de los narradores: por un lado, Eneas, Elisa (la reina de Cartago) y su joven hermanastra Ana, cuidadora y protectora de Yulo, el hijo de Eneas; por otro, el dios Eros, que interviene para que prenda el amor entre Eneas y Elisa, y Virgilio que, varios siglos después, reflexiona sobre cómo ha de ser el poema que le ha encargado el emperador que componga.

Esta reseña de hace tiempo es excelente, también por su detallismo, y explica bien que no estamos ante una novela cualquiera. Entre otras cosas, señala que tiene las cualidades propias de quien es doctora en Filología Clásica y consigue dar a su relato todo el sabor del mito; que se narran las cosas desde distintos puntos de vista y se logran dibujar bien las personalidades de cada uno de los narradores, en quienes chocan fuertemente deseos y responsabilidades personales; que es un gran acierto la figura de Eros como un narrador irónico y compasivo ante los comportamientos humanos; que incluso los defectos formales que se le pueden reprochar a ciertos momentos del relato importan poco frente al conjunto y al dominio que demuestra la escritora.

A mí me han interesado sobre todo los tramos dedicados a un compungido Virgilio que se lamenta de tener que «escribir para el terrible soberano de Roma, de corromper las palabras poniéndolas a su servicio, de lavar la sangre que mancha las manos del tirano», y no sabe cómo ha de hacerlo. Hasta que un día, en el que se siente seguido y observado por un personaje misterioso, entiende como ha de ser su obra:

«Por primera vez, el significado de las palabras penetra en mi mente y capto su sentido. Iliada, libro VI. Habla de la legendaria Helena, afligida, durante el asedio de Troya: “En lo sucesivo, los poetas cantarán nuestros sufrimientos a generaciones que están por nacer”. El verso gira como un torbellino en mi cabeza febril. Cantarán nuestros sufrimientos. De pronto me siento iluminado por una idea, una revelación.

La fiebre llamea en mi interior. El anciano Homero guarda silencio. Después gira sobre sus pasos y se aleja, desvaneciéndose en la oscuridad.

Aturdido por el asombro y el pavor, permanezco inmóvil. Mis pensamientos galopan sin freno. Las guerras caen en el olvido, los cantos permanecen. Solo el poema queda para narrar el dolor de los vencidos, la suerte de quienes son atropellados por los imparables acontecimientos que forjan la historia. Aquellos a quienes llamamos héroes fueron un día seres azotados por la desgracia. De la vendimia del sufrimiento brota el vino de las leyendas. Yo conozco el sufrimiento, la duda, el pesado lastre del miedo, pero también he experimentado la redención y el consuelo de las palabras. Ahora lo sé.

Yo puedo escribir este poema.

He encontrado mi voz».

Más adelante continúa:

«He aprendido que la misma persona [tanto él como el emperador] puede encarnar la máscara del triunfo y el rostro de la derrota. Creo que algo semejante sucede con el Imperio Romano, ese gran logro levantado sobre tanta violencia y tantos ideales traicionados.

“Los poetas cantarán nuestros sufrimientos”. La frase retumba una y otra vez en mi cabeza. Ahora sé que puedo contar cómo empezó todo, cuando Eneas salvó de la debacle de Troya a su viejo padre y a su hijo pequeño. Quiero relatar en mis versos su huida, con el sonido del fuego crepitando en los oídos, en medio del torbellino del saqueo griego. Rememorar los primeros pasos de la grandeza romana, los pasos vacilantes de un héroe que perdió su guerra, alguien a punto de derrumbarse, con un anciano a sus espaldas y un niño de la mano. Ahora sé que la derrota es siempre el punto de partida de una gran historia. (…)

Mis versos transformarán las penas en música. (…)

Estoy obligado a ser fiel a la leyenda, a entrar en el río del tiempo, a guiar mi canto por la senda impuesta para que suceda lo que sucedió y se cumpla el pasado de nuestro pueblo. Como Eneas, debo obediencia a la imperiosa profecía que, en la noche de los tiempos, decretó la llegada a Italia de los troyanos.

Siento el sabor de sus fracasos como el mío propio. (…) Es extraño, la leyenda encuentra una nueva justicia para los perdedores. Existe un humano esplendor en todas nuestras derrotas.

“Los poetas cantarán nuestros sufrimientos a generaciones que están por nacer”. En las sabias palabras del viejo Homero he encontrado mi senda. Compondré para Augusto el poema que tanto desea, daré vida con mis versos a sus antepasados, pero les insuflaré mis esperanzas y no su sed de poder. El emperador tendrá su ansiado homenaje, pero el poema épico albergará la melodía rebelde de todas las aspiraciones incumplidas. Cantaré al Imperio más poderoso del orbe cuando era solo el frágil sueño de un náufrago».

Irene Vallejo. El silbido del arquero (2015). Zaragoza: Contraseña, 2015; 210 pp.; ISBN: 978-84-940903-7-0.